Quien se detenga en Monte Callado y mire sus pies, le espera la vida. Le esperan cardo, mastuerzo y otros yuyos que crecen entre las cañas del maíz y cada tanto un cayote, cuyas semillas han encontrado el rumbo hacia el Monte. No se escucha nada en el Callado, sólo el viento otoñal que está acariciando los campos de Tandil, una ciudad de unos 120.000 habitantes, 400 kilómetros hacia el sur de Buenos Aires. Son los campos de maíz y soja transgénicos, fumigados con productos de Europa, cosechados con máquinas de Norteamérica y vendidos a China e India. En esos campos industrializados de la pampa húmeda casi no se divisa al hombre que prepara la tierra de a caballo, casi no se lo ve trotando sobre Monte Callado, un pequeño oasis en un mar de monocultivos. El jinete se llama, Damián Colucci.
En la primavera pasada sembró su campo de manera artesanal: seis hectáreas de trigo, seis de avena, siete de maíz, diez de sorgo para la ganadería, más la pastura para los caballos. Ahora en el otoño con su Jeep, bolsas de arpillera y ayudantes que le dan una mano se prepara para la cosecha del maíz. Dos de ellos son del grupo “Paren de fumigar” que luchan hace años contra la agroindustria y sus químicos, el tercero es parte de la ONG Estación Permacultural, todos de Mar del Plata.
Necesitamos los más grandes y más sanos, dice Damián y para mostrarles abre uno con una clavija. Acomódense donde quieran, agrega, y desaparece en el Callado. Hoy se cosechan las semillas de maíz para la próxima siembra.
Este año adentrarse en el cultivo no es fácil. El viento dobló un montón de cañas y la ganancia va a ser mucho menor que en los años anteriores. Damián lo toma con serenidad “Vamos a cosechar menos maíz pero tenemos otros cultivos, como trigo o avena.”
Aprendizajes en Japón
Hay pocos productores a los que no les preocupa una mala cosecha. Pero Damián en realidad no es productor. Es campesino. No tiene que competir en la carrera del más rápido, más prolijo, más barato y más eficiente. Anda al ritmo de la naturaleza y sabe que la tierra le va a dar suficiente para su familia. Vive con su compañera Mariana Magneres y dos hijos en el Callado y dice: - A nosotros nos sobra la comida. Damián Colucci es el único en la zona que produce cereales orgánicos en cantidad.
La vida del hombre de 33 años fue marcada por el libro “La revolución de un rastrojo” de Masanobu Fukuoka, el cual leyó cuando tenía dieciséis. En el prólogo el campesino y filosofo de Japón escribió: “El objetivo de este libro es ayudar a la gente a volver a Dios, volver a la naturaleza, volver a sí mismo.”
Leyó suficiente el joven Damián. Aprendió japonés, viajó a Asia y aprendió durante nueve meses con Fukuoka. Y lo que aprendió fue más que a cultivar. Fue a vivir. Vivir distinto a lo que conocía de Almagro, Buenos Aires. Luego de su viaje volvió a sus raíces de la ciudad para después seguir su propio camino, el camino hacia el campo.
Sociedad de autómatas
Su padre le compró cien hectáreas de tierra y mientras Argentina estaba camino al estallido de la crisis de 2001 y las grandes multinacionales establecían con sus transgénicos las bases para una destrucción socio-cultural-ambiental imprevisible, Damián estaba sembrando sus primeras semillas. Ese tipo hizo algo, temieron los vecinos y lo miraban raro. No podían creer, que un joven porteño se vino al campo para sembrar su comida y sin ganar mucha plata. Demasiado instalado está el paradigma de ganar mucho en poco tiempo.
Para Damián estamos viviendo en una sociedad de autómatas por falta de pensamiento propio. La gente cree que ir a trabajar todos los días es la única forma de vivir. “Trabajar en un trabajo que por ahí no tiene ningún sentido. Es fundamental salir de ese paradigma y empezar a creer, que uno mismo puede cultivar su comida, hacerse su casa, organizarse en el día a día y vivir feliz.”
“Es mi misión”
Los días en Monte Callado nacen con el sol y terminan con el atardecer. Damián y Mariana tienen gallinas, cerdos, caballos y sesenta vacas – la mitad para la venta, la otra para autoconsumo. Tienen un invernadero, frutales y en el medio del mangrullo de barro un molino de piedras donde se muele entre diez y veinte mil kilos de harina por año.
Huele a nostalgia en el mangrullo, a un pasado no tan lejano, donde los derivados del petróleo como la nafta y el plástico todavía no habían sido descubiertos y entonces el ritmo era otro. Las bolsas, llenas con harina orgánica, están arriba de un pallet, al costado hay tamices hechos de madera y en la alacena unos cuántos frascos de conserva de salsa de tomates de la quinta. Fukuoka está haciendo fuego en una foto, al lado del fuego de Colucci. Y aunque a este campesino le gustaría liberarse completamente de la industria petrolera – y en vez de andar en Jeep andar solo a caballo – la cocina en el mangrullo, donde ahora pone los granos de maíz a hervir, es a gas.
¿Damián, de dónde sacas la energía para decir: Lo que hago es mi vida?
Siempre soñé trabajar la tierra y cuando uno vive su sueño lo hace con mucha ganas. Cuando me levanto, a veces me esperan tareas largas y arduas pero sé que es lo que hay que hacer. Es mi trabajo y es lo que me corresponde hacer. Entonces lo hago decidido.
¿Cómo una misión?
Sí, como una misión.
¿Te enseñó Fukuoka a confiar en tus sueños?
No lo puedo saber exactamente, pero sí sé, que cada persona que he conocido, como a Fukuoka, me ha transmitido sutilmente esa misión. Pero no fue algo hablado intencionalmente. Es algo que se transmite como un padre transmite las cosas a sus hijos.
Creando su propio paraíso
En la olla pone partes iguales de agua, cenizas y maíz para que se despegue la cáscara, una antigua forma de ablandar esos granos. Después de una hora hirviendo, los cuela en un tamiz y los lava con agua. Lleva tiempo esa técnica, dice con una sonrisa y frota los granos. Tiempo y conocimientos. Para los bichos de la ciudad, el maíz viene de la lata de La Campagniola. Son conocimientos para re-establecer, re-descubrir y para re-cultivar.
Por ahora Damián y Mariana trabajan casi solos en Monte Callado; cada tanto los ayudan algunos amigos. Por un lado, porque Damián es más bien solitario y le gusta la tranquilidad. Por el otro, porque no le queda otra. “No hay suficientes personas capacitadas en la zona para trabajar en el campo como trabajo yo.” Quedaron sólo unos pocos viejos campesinos en Tandil, a los que ya no le da el cuerpo. Por si fuera poco, le pasa lo mismo con las herramientas, es difícil encontrarlas. A veces le regalan máquinas viejas o las encuentra tiradas en un galpón. Damián las desempolva y las re-activa.
En unos días ya pasará la máquina de cosecha por Monte Callado; se la alquila a un vecino. Cosechar sólo y a mano sería mucho. Pero Damián en unos meses ya va a volver con sus percherones para seguir el ciclo de la naturaleza, sembrando como se sembró antes en la pampa húmeda, antes de la neo-colonialización que trajo los monocultivos transgénicos y los agroquímicos. A diez metros de Monte Callado hay un campo de soja. Damián se enoja cada vez menos por la destrucción de la naturaleza. “Creo que la mejor forma que tengo yo para cambiar, es cambiar yo mismo.” No quiere pelearse. “Primero tengo que formar yo mi paraíso para que la gente vea que se puede trabajar la tierra sin agroquímicos y vivir en el campo. Esa es mi tarea.”